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"Tal como eramos". Trinidad Rodrigo

“En mi casa siempre ha sobrado la alegría, cuando éramos jóvenes no había otra cosa”

“En mi casa siempre ha sobrado la alegría, cuando éramos jóvenes no había otra cosa”

Por REDACCION
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redaccionguadanewses/9/9/19
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:14h

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Trinidad Rodrigo nació el 11 de junio de 1922 en Azañón. Los próximos que cumpla serán los noventa años. Ya está planteando hacer algo grande cuando llegue ese momento. El día que fuimos a verla a La Puerta, adonde vive ahora rodeada de su familia, se acababa de teñir el pelo de rojo intenso. “Ya que soy vieja, di que no lo parezco tanto”, empezaba la conversación. Y así es la verdad, porque un humor excelente la mantiene joven de espíritu. Tiene chispa. No cabe duda. SIGUE

Sus padres se llamaban Lorenzo Rodrigo y Jerónima Morales. Lorenzo quedó huérfano muy pronto y lo metieron en la inclusa. Le decían “El ministro”. Siendo una niña, bajaba a por agua a la fuente que estaba junto a la carretera. Subía un cántaro en la cabeza y dos botijos, uno en cada mano, por viaje. “Había un viejo que me decía que lo que tenía que hacer era romper una vasija un día y la otra al siguiente para que no me mandaran más”, recuerda.

Todavía la conserva buena parte de su energía, así que tuvo que ser una niña inquieta. Ella misma lo cuenta. “Subíamos a los cerros, a la ermita y a las eras a borriquear. Jugábamos todos juntos, chicos y chicas”. La chavalería de Azañón acudía a muchas de las fiestas locales del contorno. “Ibamos a Ruguilla, a La Puerta y a Carrascosa. Bailaba el pasodoble, el tango y la jota”, dice. Y todavía hoy se arranca con alguna pieza en el verano, según informa su nuera. Le gusta la música. No hay duda. Trini aprendió a tocar el viejo órgano de Azañón, tristemente desaparecido en la Guerra Civil. “Nos enseñó a hacerlo el secretario del pueblo, que hacía también de sacristán. Era de Castilforte”, recuerda.

En Azañón también se celebraba el carnaval. “Una noche mi hermano y yo nos vestimos de novios. Fuimos a casa de la tía Ascensión y entramos a la cocina. Me metieron un botillo en la bragueta. Hice como que orinaba como un hombre y no me reconocieron”, dice mientras se ríe con ganas recordando aquel día.

El padre de Trini era albañil. “De lo que más me acuerdo es que era él quien hacía las cajas de los muertos con las mismas tablas del somier en el que dormía. El que se moría, se quedaba sin cama. Total, ya no la necesitaba”.

Nuestra protagonista tenía 14 años cuando empezó la Guerra Civil. No ha olvidado cómo sonaba la campana de la Iglesia justo antes de que empezaran a llover los proyectiles. Los azañoneses se escondían en las cuevas de las eras. “Yo no lo hice nunca”, explica. La razón es que una vez vio cómo los que se refugiaron allí casi no lo cuentan. “Una noche, la fuerza pasó hacia Villanueva de Alcorón. Mi padre, que entonces tenía el horno, se levantó temprano y ya oyó a los aviones en danza. Tiraron una bomba en la misma puerta de una cueva y otra en el cerro de enfrente”. Entonces Lorenzo tomó la decisión de guarecer a su familia en un lugar seguro, lejos de las escaramuzas. “Nos llevó por la orilla del Tajo, cerca de Carrascosa, para protegernos de las balas y las explosiones. Allí estuvimos escondidos en una covacha muchos días”, dice. Marcelino, el hermano mayor de Trilni, estuvo en el frente. Volvió sano y salvo. “En La Puerta mataron a muchos jóvenes en el 36. En una casa sí y en otra no, hubo que llorar las desgracias”.

Pese a ser otros tiempos, la azañonesa no llegó a pasar necesidad. “Estoy igual de gorda antes que ahora porque ni entonces ni ahora le hacía ascos a ninguna comida. Vareábamos las nogueras, asábamos patatas, comíamos bellotas…” En su casa, humilde, había mucha alegría. “Otra cosa no teníamos”, dice risueña. Lorenzo daba pocas voces y nunca pegaba a sus hijos. Sin embargo, nuestra protagonista sí recuerda un castigo que le impuso su padre como si fuera hoy mismo. “El día del Corpus me mandó a la cama por no haber querido bailar con uno de Ruguilla. No me dio la gana. Siempre venía a por mí y me pisaba, el muy torpe. ¡Que hubiera aprendido o le hubieran enseñado, como me enseñó mi padre a mí!”, dice. Y es que en Azañón siempre se ha bailado bien.

Severiano, el que fue después su marido, movía los pies con mucha más elegancia. Quizá por eso la enamoró. “Yo tenía un hermano que estaba de criado en La Puerta. Iba a lavarle la muda y a fregarle la espetera todos días desde Azañón. Antes de anochecer, me volvía por el viejo puente del río La Solana. Así conocí a Severiano. Mi hermano y él eran muy amigos”, cuenta. La pareja contrajo matrimonio en el año 1946 en la Iglesia de Azañón. La ceremonia la ofició Don Prudencio, un cura que estuvo muchos años como párroco del pueblo. “Estuvimos tres días enteros celebrándolo en La Puerta”.

El matrimonio tuvo seis hijos, tres varones y tres hembras, que después le han dado once nietos y seis biznietos. La familia Alvaro tuvo que moverse primero por la comarca y luego emigrar a Barcelona para salir adelante. “Nada más casarnos, Severiano trabajó en la Ermita de la Esperanza de Durón, picando piedra. Luego estuvimos en Molina”, recuerda. Allí se dedicaron a la recolección del cangrejo. Capturaban cuévanos enteros que mandaban a Madrid. “Vivíamos en una choza sin puerta en la que hacía un frío de mil demonios. Los lechos eran unas ramas y juncos trenzados. Mi marido les daba los mejores cangrejos a los guardias. Con los peores, yo hacía una sopa”, cuenta. Su primogénito, Agustín, había venido al mundo en La Puerta. Su segundo hijo, Angel, nació en medio de aquella precariedad junto al río Gallo y sin asistencia ninguna. De hecho, fue el mismo Severiano quien cortó el cordón umbilical.

La familia emigró después a Albarracín, Milmarcos y Tordelpalo. Tuvieron una yunta de bueyes que empleaban para desbrozar los montes públicos a sueldo. Surgió entonces una buena oportunidad de trabajo en Barcelona para modernizar la vía del tren. Como volvían al pueblo en los veranos, construyeron una casa. La Central Nuclear le dio la oportunidad a Severiano de quedarse de nuevo a vivir en su pueblo natal. Hace 17 años que se lo llevó el cáncer. Pese a su buen humor, Trini lo echa de menos, quizá porque como decía Sabina, cuando era más joven la vida era dura, distinta y feliz.


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