Los comportamientos y actuaciones de algunas personas revelan que viven desorientadas y sin esperanza. El trabajo y las preocupaciones de cada día concentran, en muchos casos, sus pensamientos y esfuerzos. Como consecuencia de ello, no sienten la necesidad de plantearse el presente y el futuro de la existencia, porque no esperan nada de ella.
Cuando nos paramos a pensar en la razón última de estos comportamientos, no resulta fácil encontrar respuestas. Además de las dificultades de la convivencia familiar y social, puede influir también la excesiva confianza en los avances de la técnica, en el progreso de las ciencias y en las ideologías políticas como última respuesta a los interrogantes y necesidades de la persona.
Ciertamente, tenemos que dar gracias a Dios porque los descubrimientos científicos y los progresos técnicos han permitido el tratamiento de muchas enfermedades y la respuesta a muchos sufrimientos físicos de los seres humanos. Sin embargo, la experiencia nos dice que estos progresos científicos, cuando no van acompañados de una referencia moral, pueden llevar a la falta de respeto de la vida y de la dignidad de la persona. Esto quiere decir que los avances técnicos no tienen en sí mismos la capacidad de proporcionar a la persona una esperanza cierta y verdadera para la consecución de un mundo mejor.
Ante esta constatación, deberíamos preguntarnos: ¿Dónde ponemos nuestra esperanza? ¿Cuál es nuestra escala de valores? Si nos confesamos cristianos, ¿las enseñanzas evangélicas, las verdades de fe y los pronunciamientos del Magisterio de la Iglesia fundamentan nuestras decisiones personales, familiares y sociales o, por el contrario, las ponemos al mismo nivel que las ideologías culturales y los criterios sociales?
Si Dios no está en el centro de nuestra reflexión y de nuestras decisiones, las falsas esperanzas pueden sustentar nuestros comportamientos diarios. Bastantes hermanos, habiendo olvidado a Dios, buscan la felicidad en la droga, en el dinero fácil, en el placer, en el éxito, en los descubrimientos científicos y en la utilización de las personas para sus propios fines sin tener en cuenta la moralidad de sus decisiones. Como consecuencia de la búsqueda de estas falsas esperanzas, no son felices, viven tristes y se encuentran solos en un mundo sin Dios.
Ciertamente, todos necesitamos las pequeñas esperanzas para afrontar cada instante de la vida, pero ellas solas no bastan para dar plenitud de sentido a la existencia. Solamente la acogida del amor de Dios, manifestado en Cristo, puede ayudarnos a descubrir que Él sigue pendiente de nosotros cuando todos nos abandonan. Solamente Dios puede darnos la luz que necesitamos para orientar y purificar las estructuras sociales, económicas y culturales. De este modo, pueden ser cauce de esperanza para nosotros y para nuestros semejantes.
Con mi sincero afecto, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara