Hace sesenta años un grupo de mujeres de la Acción Católica de Madrid declaraba la guerra al hambre en el mundo. Desde entonces, han sido muchas las batallas ganadas al hambre, pero aún no ha sido posible su erradicación. Aunque, en la actualidad, se producen alimentos suficientespara que nadie pase hambre, sin embargo, constatamos que más de 821 millones de personas, una de cada nueve, no tiene alimentos suficientes para su sustento diario.
Esta situación de pobreza y miseria manifiesta, entre otras cosas, la falta de respeto a las personas y a sus derechos. Estos derechos, recogidos en la legislación de la mayor parte de los países y de otras organizaciones internacionales, son incumplidos sistemáticamente. Como consecuencia de ello, millones de personas ven pisoteada su dignidad al no poder acceder a los derechos más elementales, como pueden ser el derecho a la alimentación y a una vivienda digna.
Para cambiar el rumbo de las cosas, es preciso que todos tomemos conciencia de nuestra responsabilidad y pongamos los medios oportunos para un cambio en nuestro estilo de vida. Pero, sobre todo, será necesario que se establezcan mecanismos de presión sobre quienes tienen responsabilidades en el gobierno de las naciones y sobre aquellas empresas multinacionales que buscan ante todo el lucro y el beneficio económico, olvidando las necesidades y derechos de las personas.
Manos Unidas, organización de la Iglesia católica para la promoción integral de las personas en los países más empobrecidos de la tierra, está realizando cada año constantes llamadas a la solidaridad y está canalizando las ayudas materiales recibidas de sus colaboradores para la realización de proyectos de desarrollo agrícola, sanitario, educativo y de promoción de las personas, especialmente de las mujeres.
Al programar su actividad para el próximo trienio, Manos Unidas se propone, entre otras cosas, impulsar la promoción de los “derechos” de las personas por medio de los “hechos”. Sus responsables consideran que, de este modo, millones de hermanos, excluidos de la sociedad por la pobreza y la miseria, podrán disfrutar de sus derechos y podrán experimentar, en la práctica, que su dignidad es valorada y respetada.
El Evangelio nos invita a no cerrarnos sobre nosotros mismos, sino a correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su dolor y sus necesidades. Los cristianos no podemos huir de los hermanos ni de sus problemas, sino que somos enviados al mundo para compartir sus esperanzas y sufrimientos. Esto quiere decir que el mundo hemos de construirlo no desde la avaricia y el individualismo, sino desde el amor, la solidaridad y el respeto escrupuloso a la dignidad de cada persona.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.