La fe cristiana nos invita a esperar siempre a pesar de las dificultades. La fidelidad de Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros y por nuestra salvación, nos abre el camino para el encuentro de amor y vida con las personas de la Santísima Trinidad y nos impulsa a salir al mundo para ser testigos de su resurrección, de su amor y salvación.
La fe y la confianza en Jesucristo resucitado tienen que orientar nuestros pensamientos, deseos y actuaciones hacia lo que Él quiere y espera de nosotros. Así nos lo recuerda el apóstol Pablo cuando afirma: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba” (Col 3,1). Por eso, una vida cristiana, vivida en toda su hondura, no tendría sentido, si no existiese un verdadero deseo de aspirar a la vida eterna.
El deseo de estar con el Señor y vivir la comunión con Él ha de ser la fuerza que nos libere de las esclavitudes de este mundo y nos dé la orientación que necesitamos para permanecer en el mundo sin ser esclavos del mundo, sin dejarnos arrastrar por los criterios mundanos. La permanencia en Cristo nos hace verdaderamente libres para hacer el bien, para practicar la justicia y para vivir en el amor verdadero.
Cuando pensamos en el amor de Dios hacia nosotros, manifestado con toda su fuerza en la muerte y resurrección de Jesucristo, parece evidente que este amor incondicional no puede ser sólo para dejarnos en este mundo de forma indefinida, sino para llevarnos con Él y para hacernos partícipes de su vida de resucitado, de su vida gloriosa.
En ocasiones, debido a nuestra poca fe y a nuestro apego desmedido a las realidades terrenas, nos resulta difícil ver la existencia con la mirada y perspectiva de Dios. Nos conformamos con que el Señor nos mantenga en este mundo y no experimentamos la necesidad de estar para siempre con Él, junto al Padre. Los planteamientos del mundo nos siguen arrastrando más de lo deseado y nos incapacitan para ver más allá de lo terreno. Sin embargo, la fe probada, la fe de los santos, nos orienta siempre hacia el encuentro con Cristo resucitado y, por medio de Él, con el Padre.
En ocasiones, los cristianos olvidamos que en virtud del sacramento del bautismo hemos sido consagrados a Dios, constituidos hijos suyos y llamados a vivir una nueva vida. Esto quiere decir que, sin dejar de comprometernos en la transformación de las realidades terrenas de acuerdo con los criterios de Dios, los cristianos no podemos vivir totalmente instalados en el mundo, pues somos ciudadanos del cielo. Estamos de paso y no tenemos aquí morada definitiva. Nuestra verdadera patria es el cielo.
La fe en Cristo resucitado nos hace ciudadanos del cielo, consagrados a Él. Esto quiere decir que hemos de vivir y actuar más según los criterios y sentimientos de Jesucristo que con los criterios y propuestas de la cultura actual. San Pablo nos dirá que todo lo considera pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, su Señor. Y todo lo que hace tiene una única finalidad: “Conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos” (Fil 3, 7-11).
Iluminados por la fe, los cristianos vivimos a la espera de la resurrección prometida y deseada. Este deseo de estar para siempre con Dios es el que nos impulsa constantemente hacia el más allá, confesando su muerte y su resurrección, y esperando siempre su venida gloriosa. Los compromisos y actuaciones durante nuestra peregrinación por este mundo resultan posibles por la fuerza del amor y por la promesa de salvación que provienen de la esperanza en la vida celestial, inaugurada ya en nuestros corazones por la acción del Espíritu Santo.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día de la Ascensión del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara