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Políticamente correcto… yo digo lo que pienso

Políticamente correcto… yo digo lo que pienso

Por Lord Charles Albert
jueves 06 de noviembre de 2025, 19:08h

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En la actualidad, hay frases que se han vuelto tabú. No porque sean falsas, sino porque son consideradas incorrectas. Así nació el concepto de "lo políticamente correcto", una nueva moral del lenguaje que busca que nos expresemos sin incomodar, que pensemos sin arriesgar y que discrepemos sin alzar la voz. Este fenómeno ha creado un ambiente donde todo debe ser amable, aséptico y aprobado por un comité invisible en las redes sociales.

El término “politically correct” no emergió en un régimen autoritario, sino en el seno de una democracia universitaria. A finales de los años ochenta, en los campus estadounidenses, se gestó la idea de que el lenguaje podía y debía corregir las injusticias del mundo. En Stanford, en 1987, los debates sobre los códigos de discurso marcaron un hito. Lo que comenzó como un intento de erradicar expresiones racistas o sexistas se transformó rápidamente en un fenómeno cultural: el miedo a pronunciar algo que no suene bien, aunque sea verdad.

Este experimento social proliferó como una religión laica. Hoy todos llevamos dentro a un censor. No es el Estado ni la Iglesia quien nos vigila, sino nuestro propio timeline digital. Lo políticamente correcto actúa como un antivirus del lenguaje: escanea cada palabra en busca de “ofensas potenciales”. Sin embargo, como ocurre con cualquier sistema de control, genera falsos positivos. De repente, el humor negro se convierte en “violencia simbólica”, el debate es visto como “microagresión” y la ironía se tilda de “discurso tóxico”.

El verdadero problema no radica en querer un lenguaje respetuoso, pues nadie con dos dedos de frente podría estar en contra, sino en transformar esa sensibilidad en dogma. Cuando la corrección se absolutiza, se transforma en censura blanda y, lo más preocupante,… en autocensura. Ya no es necesario prohibir libros ni encarcelar disidentes, basta con etiquetarlos como “problemáticos” para hacerlos desaparecer del espacio público.

George Orwell ya lo advirtió en 1984: “El pensamiento herético comienza con las palabras.” Hoy, el pensamiento incorrecto es castigado con trending topics de indignación moral.

La Paradoja de la Tolerancia Intolerante

Curiosamente, la cultura de lo correcto surgió bajo la bandera de la tolerancia. Sin embargo, su aplicación real produce efectos contrarios: en nombre de la inclusión se excluye. En nombre del respeto, se silencia y en nombre de la diversidad, se uniforma. El resultado es una sociedad hipersensible pero intelectualmente frágil con personas que se ofenden antes de comprender y confunden discrepar con atacar. Hemos entrado en una democracia emocional donde el argumento ha sido reemplazado por el sentimiento.

La corrección política ha dado lugar a un nuevo tipo de ciudadanía: el ofendidito digital, siempre alerta ante cualquier palabra sospechosa y dispuesto a patrullar el discurso ajeno mientras ignora sus propios errores. Su campo de batalla es Twitter (o X), donde linchamientos simbólicos tienen lugar bajo el disfraz de causas nobles.

Del Lenguaje al Pensamiento

El problema va más allá del ámbito semántico, es profundamente epistemológico. Al controlar las palabras, controlamos las ideas. Si eliminamos términos incómodos, también borramos preguntas incómodas. La corrección lingüística se convierte así en ingeniería cognitiva: aquello que no puede decirse… deja de pensarse.

Julio Casares lo expresó claramente en su Diccionario ideológico de la lengua española: “del pensamiento a la palabra y de la palabra al pensamiento”. Es un círculo virtuoso… salvo cuando alguien decide romperlo. Manipular el lenguaje equivale a manipular la conciencia colectiva, revestir la censura con virtud moral y convertir el disenso en culpa.

Y ahí reside la verdadera amenaza: no son los insultos ni los discursos del odio los que ponen en peligro nuestra sociedad, sino el silenciamiento del pensamiento crítico bajo el pretexto de una sensibilidad colectiva.

John Stuart Mill escribió en Sobre la libertad que si toda la humanidad menos uno tuviera una opinión contraria a esa única persona, no tendrían derecho a silenciarla más que ella a silenciar a toda la humanidad. Hoy esa afirmación sería tachada de “individualismo liberal” o “privilegio discursivo”. Pero Mill tenía razón: una sociedad que no tolera disidencias deja de pensar, incluso cuando presume hacerlo.

El mercado también ha aprendido a capitalizar lo correcto. Las empresas venden moral empaquetada mediante campañas publicitarias inclusivas, las universidades ofrecen cursos sobre “comunicación sensible” y los políticos promueven programas para “reeducar” el lenguaje público. La virtud ahora se mide por hashtags y la ética por emojis.

Ser correcto ha pasado a ser rentable, sin embargo, lo rentable rara vez… es libre.

La Última Libertad

En última instancia, la batalla por lo políticamente correcto no es solo una guerra cultural, es una lucha por la libertad del pensamiento. No defiendo aquí el derecho a ofender sino el derecho a cuestionar, a disentir sin temor y a no pedir disculpas… por pensar diferente.

El escritor británico A.N. Wilson afirmó recientemente: “Vivimos en una época donde ser valiente intelectualmente consiste simplemente en decir lo obvio.” Y quizás tenga razón: hoy decir lo que uno piensa puede considerarse un acto subversivo.

Lo políticamente correcto nació con la intención de proteger nuestra convivencia social, pero cuando esta protección deviene en represión, nuestra sociedad enferma de miedo. Sin libertad para disentir, nuestro pensamiento comienza a apagarse.

Porque digámoslo sin temor: ser libre no significa hablar bonito, significa hablar libremente. Y eso implica aceptar que hay veces que debemos decir lo que nadie quiere oír. Y yo, por supuesto, siempre he dicho, digo y diré… lo que pienso.

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