“Me extraña… si no le he hecho ningún favor.”
Una mañana, a Antonio Cánovas del Castillo, ese artífice paciente de la Restauración borbónica, le advirtieron que un conocido personaje madrileño andaba criticándole sin tregua en cafés, pasillos y tertulias. “Te va poniendo a parir por todo Madrid”, le dijeron. Cánovas, con su legendaria flema, se limitó a responder:
“Me extraña… si no le he hecho ningún favor.”
La anécdota, aunque quizá apócrifa, resuena como una verdad tan profunda como incómoda. No se trata de una boutade ingeniosa ni de simple cinismo. Lo que Cánovas desliza, con más sabiduría que ironía, es un juicio lúcido sobre la naturaleza humana: el favor, en ciertos casos, no genera gratitud, sino resentimiento. Y quien hace el bien, si no sabe a quién se lo hace, puede convertirse en blanco de la más irracional hostilidad.
No es un fenómeno nuevo. Ya Séneca advertía en De beneficiis, que muchos odian los favores que han recibido, porque les recuerdan su necesidad. Y La Rochefoucauld con su precisión despiadada, lo sintetizaba así:
“Algunos no son ingratos porque olvidan, sino porque recuerdan demasiado.”
El problema no es el favor en sí, sino lo que ese favor revela: que uno no fue autosuficiente, que alguien intervino…que hubo una carencia. Para muchos, especialmente para los inseguros o los soberbios, reconocer una ayuda recibida equivale a confesar una debilidad, y eso es algo que su orgullo no tolera. Así, lo que comenzó como un acto de generosidad termina desencadenando un sentimiento de humillación no reconocida. Y de ahí al desprecio hay un solo paso.
Pero no es solo una cuestión de orgullo. También lo es de necedad, en el sentido más profundo del término: la negativa a mirar con verdad, a juzgar con proporción, a actuar con justicia. El necio no necesariamente odia al que lo perjudicó. A menudo odia al que lo ayudó, porque su sola existencia le recuerda una deuda moral que no sabe cómo manejar. El favor se convierte así en afrenta simbólica.
Este fenómeno se reproduce en todos los ámbitos: en la política, en la universidad, en el trabajo y en las relaciones familiares. Quien ofrece una mano, quien se compromete, quien intercede, si no es prudente, corre el riesgo de ser arrojado, más tarde, al olvido o al desprecio. Y no por haber fallado, sino por haber tenido razón. El que ayuda, en ocasiones, señala sin querer la insuficiencia del otro.
Esta realidad no debería llevarnos al cinismo, ni mucho menos, pero sí a la lucidez. El bien, cuando se hace, debe hacerse sin esperar nada a cambio, ni siquiera el reconocimiento. El verdadero acto de generosidad implica aceptar que, en algunos casos, el beneficiado responderá con distancia, indiferencia o incluso hostilidad. Y en lugar de dolerse, el benefactor sabio, como Cánovas en su anécdota, se limitará a constatar el hecho, sin dramatismos ni reproches.
“Me extraña… si no le he hecho ningún favor.”
Ahí está la clave. No hay indignación, ni victimismo, ni necesidad de reivindicación. Solo una observación seca, desengañada, pero profundamente verdadera. Porque el que comprende este mecanismo no se amarga. Sabe que la ingratitud no lo desautoriza. Lo que desautoriza, en todo caso, es esperar siempre que el bien sea devuelto con justicia.
El mundo moderno, tan volcado en el postureo, la reputación y la visibilidad, ha olvidado una verdad antigua: el bien no siempre es visible, ni agradecido, ni retribuido. Pero sigue siendo necesario. Y quien lo hace, si quiere conservar la paz, debe aprender a desechar también la expectativa de gratitud.
No es resignación. Es claridad. Como la de aquel viejo político, que sabía que a veces el peor enemigo no es el adversario declarado, sino aquel que alguna vez te debió algo...Eso pienso yo.