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El Escondite de Natalia

El Escondite de Natalia

Juegos prohibidos

sábado 02 de mayo de 2015, 01:00h

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Juegos prohibidos

Le seguía tres pasos por detrás, confundiéndose como siempre con su sombra.

La escalera era empinada y la humedad hacía que en ocasiones, resbalara perdiendo el equilibrio, sin llegar a caerse.

La oscuridad desorientaba y confundía, el bien aturullado se enredaba sin querer, con el mal que acechaba en cada esquina de ese desalmado lugar.

Miedo y excitación se mezclaban en su mente. Pero estaba con él. Sólo eso importaba.

Bebió otro sorbo de la cerveza que llevaba en la mano para acallar sus temores, y siguió bajando.

En la planta de abajo estaban solos, y después de investigar cada rincón, decidieron probar en el cuarto del juego del sexo con dolor.

Una cruz de madera solitaria adornaba una de las paredes de la habitación, iluminada tenuemente, con una luz rojiza que ya agonizante, parpadeaba.

Luces y sombras bailaban en el viciado aire de ese pequeño cuarto.

Una cama, cubierta por una sucia y barata colcha, era el único mueble que la ocupaba.

Historias incontables les hacían compañía, las paredes hablaban susurrando suavemente cuentos prohibidos.

Vaciaron en el suelo la bolsa de juguetes, entre risas y tímidos comentarios.

Fustas, esposas, antifaces...

Fantasías contadas en sus noches de pasión, les había llevado allí, y ahora se miraban sin saber qué hacer con todo eso.

Juegos de amores intercambiados les había llevado miles de veces a locos e interminables orgasmos. Sin embargo, ahora no sabían por dónde empezar.

Un escalofrío recorrió su cuerpo y sintió un deseo imperioso de salir corriendo y escapar, pero lo miró, era su amor, y no le quiso defraudar.

Se armó de valor y le pidió que la atara en esa cruz de madera de la que sólo colgaban dos argollas para las manos y otras dos, para los pies.

Un ruido sonó a sus espaldas.

Antes de entrar en su mundo pidieron permiso, preguntando en bajito y al unísono, ¿molestamos?
Volvió a sentir el impulso de salir corriendo, mientras veía cómo una pareja extraña la miraba con deseo.

Se le secaron las ganas. Instintivamente, sintiéndose pequeña, se ocultó tras su alto y masculino cuerpo.

Pero estaba con él, con lo que más amaba y nada más importaba.

La ataron sin apenas tocarla, mientras él, con una media sonrisa, miraba.

Y allí estaba Juana, innegablemente loca, con los brazos extendidos por encima de la cabeza, atada de pies y manos. Desnuda. A merced de la voluntad de cualquiera.

Pero estaba él, qué más daba lo demás.

Tumbados en la cama, los desconocidos se besaban, mientras la miraban. Buscaban el deseo en su cuerpo desnudo y encadenado.

Gotas de sudor resbalaban por su piel, sudor de miedo y expectación, que resaltaba aún más las curvas de su exuberante cuerpo.

Ella se puso a cuatro patas en el borde de la cama, dejando expuesto su sexo, y él de rodillas en el suelo, comenzó a lamerla. Desde la cruz tenía un ángulo perfecto, y no pudo evitar mojarse.

Con un gesto, le invitaron a su fiesta, pero Felipe rechazó rotundo la invitación. Sólo la miraba a ella y ella sólo tenía ojos para él.

Un diminuto charco se formó en el suelo, debajo de su entrepierna, mientras lo miraba. Iluminado por la rojiza y delicada luz, estaba más hermoso que nunca.

Pasaron cinco eternos minutos, y le suplicó que la soltara. Sentía vergüenza. Caras anónimas se asomaban por el hueco para curiosos que había en la puerta.

La desató mientras la besaba, y Juana se abrazó a él sin querer soltarse.

Mientras le acariciaba el pelo, le pidió que se tumbará en la cama, e invitó a la otra mujer a chupar su sexo.

Intuyendo el poder que de forma natural emanaba, involuntariamente los dos se habían convertido en sus lacayos.

Y ella, su eterna e incondicional esclava, abrió las piernas, mientras una lengua femenina acariciaba con movimientos circulares su clítoris.

Pidió que se cambiarán, y entonces fue Juana la que lamió y chupó el cuerpo de otra mujer, sin apartar su mirada de él para estudiar cada uno de sus gestos.

Cansado del juego, tiró de su mano apartándola,
pidió que los dejarán solos y ellos, sumisos, se fueron sin protestar aceptando su poder innato e innegable.

Conteniendo las lágrimas, se abrazó a él.

Acurrucada en su regazo, se acunó invadida por un sentimiento de vergüenza y de culpa. Estoy loca, le dijo.

La consoló con dulces palabras de amor, mientras le acariciaba el pelo.

Un millón de te quieros, inundaron ese cuarto oscuro, convirtiéndolo por unos mágicos momentos, en un paraíso.

Esa noche en la intimidad de su habitación se amaron con más pasión que nunca. Mil orgasmos mojaron las blancas sábanas, mientras se contaban fantasías prohibidas, ya cumplidas.

Se fue la luna, pero no con ella sus inmensas ganas, y siguieron fundiendo sus cuerpos durante horas, entre palabras de amor y deseo, entre suspiros y jadeos, entre risas y gritos de placer.

Se durmió en sus brazos con una sonrisa, que apenas cabía en el dormitorio.

Se abandonó al sueño con una felicidad que, saliendo por la ventana, invadió el día iluminando el cielo.

Felicidad vencedora e indiferente a las nubes negras, que ese día lo cubrían, queriendo presagiar un futuro oscuro, que inevitablemente estaba por venir.
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