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Revista de Prensa.- El País

El delito de llamarse Isabel, toda una pesadilla

El delito de llamarse Isabel, toda una pesadilla

Isabel Gómez vivió 13 días de cárcel en Perú por llamarse como una mujer fugada

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:14h

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Iba al paraíso y acabó en el infierno. Pensaba tocar el cielo desde el Machu Picchu... y cayó de bruces en una cárcel. SIGUE
Ocurrió el día 4 del mes 4 del año 2004. Nueve años después, la periodista Isabel Gómez Benito (Madrid, 1970) ha dulcificado los recuerdos de aquella pesadilla. Un mal sueño que empezó nada más pisar el aeropuerto de Lima, cuando fue detenida por la policía para que cumpliera una condena de ocho años que un tribunal peruano le había impuesto en rebeldía. ¿El delito? Tráfico de drogas. Pero ella nunca había estado en Perú y jamás había tocado un gramo de droga. Sin duda, era un error. Porque su único delito era llamarse Isabel. Un disparate que le costó 13 días de su vida.

—¿Seguro que se llama usted Isabel Gómez Benito?, le preguntó un policía mirando de reojo su pasaporte.

—Sí, claro. Ese es mi nombre, respondió ella con espontaneidad.

—De acuerdo. Es que hay un pequeño problema...

Cuando un policía te dice que “hay un pequeño problema”, es como para echarse a temblar. Lo más probable es que el problema sea mucho mayor. El agente, no obstante, le dejó avanzar. A los pocos metros la abordaron otros:

—¿Puede acompañarnos a comisaría?

De nada le habría servido decirles que no. Y además, lo más probable es que fuese una simple equivocación subsanable en unos pocos minutos...

Lula, como llaman a Isabel su familia y sus amigos, empezó a vivir en una novela de Kafka. La esposaron. Sobre ella pesaban ocho órdenes de busca y captura desde hacía 10 años porque presuntamente alguien le había enviado desde Perú tres cartas con 25 gramos de cocaína.

—¿Cómo? ¿A mí?

— Sí, a su casa de Móstoles (Madrid).

— Pero si yo no vivo en Móstoles... A mí nadie me ha mandado droga...

Y ahí fue donde empezó a comprender lo que ocurría: una mujer llamada Isabel Gómez Benito había recibido la cocaína. Alguien que tenía su mismo nombre. O que tal vez había inventado ese nombre, como era lo más probable. Lula estaba siendo víctima de un yerro causado por la homonimia.

—¡Esto es un disparate!, protestó.

A fuerza de rogar, consiguió que le dejaran un teléfono para llamar a la Embajada de España en Perú y así habló con un guardia civil al que pidió que apuntara su nombre y que hiciera algo por ella.

— Mañana irás ante el juez y ahí se aclarará todo, le espetó un policía.

La encerraron en una celda, separada solo por unos barrotes de un grupo de presos soeces que bramaban de lujuria. Pasó la noche sin pegar ojo.

Al día siguiente consiguió que un guardián le prestara un móvil, con el que envió un mensaje a su amigo Luis, un abogado de España. Este, al leerlo, se movilizó de inmediato y contactó con la abogada peruana Nilda Tincopa para que se hiciera cargo del caso.

Al poco sacaron a Lula de allí y la llevaron al Palacio de Justicia.

—Ingreso inmediato en prisión, sentenció un magistrado, impávido pese a sus protestas de inocencia.

Llevaba 48 horas sin comer ni beber. Cuando alguien le abrió la boca para mirarle los dientes como a un caballo, Lula se echó a llorar. Volvería a hacerlo cuando lograse hablar por teléfono con su madre atribulada. De no ser por su exultante vitalidad, habría caído en un abismo de desesperanza.

Dio con sus huesos en la cárcel de Santa Mónica, en Chorrillos. Fue metida en una celda de 40 metros cuadrados con otras 70 presas, entre ellas dos prostitutas (madre e hija) y una mujer de pelo cano, moño bajo, con gafas, que resultó ser Margie Evelyn Clavo, la número tres de la organización terrorista Sendero Luminoso.

En esa pocilga, infestada de cucarachas, las reclusas dormían en el suelo, con los brazos cruzados para protegerse sus pechos. Las pocas literas que había las ocupaban por turnos: se levantaba una y se metía otra. Lula recuerda hoy con ternura la solidaridad con que aquellas mujeres se repartían la penosidad y la miseria. En esas circunstancias puede aflorar lo peor del ser humano, pero también lo mejor.

Lula seguía sin entender nada. Sin comprender cómo podía estar allí simplemente por llamarse Isabel Gómez Benito. Unas noches después recibió la visita de su hermano Pedro, que dejó todo y voló a Perú en su auxilio.

Después, la situación cobró visos de mejora. La policía ya empezó a admitir un error. La propia policía le advirtió a la directora del penal: “Que no le pase nada a esta presa. Es inocente”.

—¡Pues sáquenme de aquí!, protestaba ella.

—Nosotros no podemos. En Perú hay separación de poderes, se excusaban los agentes.

Un día la cambiaron de celda y la metieron en otra mucho más limpia, ocupada por un puñado de arrepentidas del terrorista Sendero Luminoso, muy organizadas, muy disciplinadas, muy maoístas.

Pedro no paraba de hacer gestiones. Salía en la televisión proclamando la inocencia de su hermana. El caso, que adquirió en Sudamérica una notable repercusión pública, llegó hasta el entonces presidente del Gobierno peruano, Alejandro Toledo.

—¡Eh, tú! Prepárate. Que vas a salir ya pronto, le anunció una carcelera.

Su hermano Pedro y el número dos del Ministerio de Justicia fueron a recoger a Lula al penal y de allí la llevaron a un hotel. Al día siguiente la recibió el presidente Toledo, al que pidió que hiciese todo lo que estuviera en su mano para allanarle la salida del país. Teóricamente, todas las órdenes judiciales habían sido canceladas.

Cuando Lula iba a embarcar en un avión hacia España era un manojo de nervios. Alargó su pasaporte a un policía y —¡horror!— de nuevo saltaron las alarmas. Aún seguía en vigor una orden judicial contra ella. Pero los altos funcionarios que acompañaban a la falsa culpable lo resolvieron en el acto. En un abrir y cerrar de ojos.

Gracias a la negra odisea sufrida por esta mujer, las autoridades peruanas dejaron sin efecto 300.000 órdenes de detención incorrectas porque en ellas solo figuraba el nombre, sin otros datos de filiación del reo. ¿Y qué pasaba si una persona se llamaba igual que otra? Pues que podría vivir el infierno que vivió Lula. Su experiencia, en la que da voz a quienes no la tienen, la contó en el libro Condenadas al silencio (Espejo de Tinta, 2006).

Muchos años después, Lula sigue sin saber si existe o no la mujer con la que fue confundida. No ha tenido ni tiempo ni ganas de buscarla. Muchos años después tiene pendiente conocer el poblado inca del Machu Picchu. ¿Miedo a volver a Perú? No. Tal vez una pizca de inconsciente desconfianza.
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