El pasado día 11 de julio fallecía mi querida madre, Joaquina. Al difundirse la luctuosa noticia por los medios de comunicación, he recibido incesantes muestras de cariño y de afecto por parte de los miembros de la comunidad diocesana y de otras personas amigas. Ante la imposibilidad de responder a todos personalmente, quisiera hacerles llegar por este medio mis sentimientos de profunda gratitud por el afecto, la cercanía y las oraciones por el eterno descanso de mi madre.
En estos momentos de intenso dolor por la pérdida de un ser tan querido, tanto mi familia como un servidor no cesamos de dar constantes gracias a Dios por haber podido disfrutar de ella durante tantos años, por sus constantes atenciones a lo largo de la vida, por su testimonio de fe en Jesucristo y por su honda devoción a la Santísima Virgen.
En muchas ocasiones, a lo largo de la existencia, he confesado públicamente mi fe en el Dios de la vida. Ahora necesito hacerlo de un modo más consciente y convencido. Sólo la fe en Jesucristo resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, puede ofrecernos el consuelo ante la pérdida de nuestros seres queridos y sólo la confianza en el cumplimiento de sus promesas puede fortalecer nuestra esperanza de volver a encontrarnos un día nuevamente con ellos, cuando Él quiera llamarnos a su presencia.
La experiencia del amor inquebrantable de Jesucristo hacía cada uno de nosotros nos ayuda a levantar la cabeza en estos momentos de dolor y a seguir el camino con alegría y con esperanza. La convicción de que Jesucristo camina a nuestro lado en cada instante de la vida, nos impulsa a seguir siempre hacia adelante. Con Él a nuestro lado, siempre nace y renace la alegría, pues sabemos que quienes se dejan amar y salvar por el Señor son liberados de la tristeza, del pecado, del vacío interior y del aislamiento.
El testimonio de fe de nuestros seres queridos nos ayuda a vivir con la profunda convicción de que el cielo es nuestra casa. No tenemos morada definitiva en este mundo. La vida y las obras de amor que, impulsados por la acción del Espíritu Santo, comenzamos aquí en esta tierra, tendrán su realización plena en el cielo, a donde esperamos ir un día. Morir no es el fin, sino el principio de la vida verdadera y plena.
La muerte de mi madre, así como la de nuestros familiares y amigos, nos recuerda constantemente que no hemos sido creados para vivir siempre aquí en la tierra. Nuestra casa está en el cielo. En él estamos llamados a vivir la plenitud de la vida, del amor, de la paz y de la alegría por toda la eternidad. Esta vida que pido al Señor para mi madre y para mis familiares, la deseo y la pido también por todos vuestros seres queridos.
Que la Santísima Virgen, Madre de la Iglesia y Madre nuestra, nos muestre al Verbo de la vida y nos ayude a dar nuestro “sí” a la voluntad del Padre en los momentos de tristeza y de alegría. Que Santa María ruegue por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara