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Los versos sueltos de Natalia : Para que puedan soñar

Los versos sueltos de Natalia : Para que puedan soñar

miércoles 30 de diciembre de 2020, 07:30h

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Ríe mientras camina.

La noche ha llegado antes de tiempo porque es invierno.

El vendaval la empuja y ella se deja llevar hacia donde él quiere, como un junco que se mueve solamente siguiendo la varita del caprichoso viento.

La falda se alza, ocultando su pequeña cintura, dejando al descubierto sus piernas preciosas aunque delgadas, envueltas en unas medias tupidas y rotas a la altura de las rodillas y de los tobillos.

No le da miedo la oscuridad, se enfrenta a ella con la cabeza alta, pensando que lo peor ya ha pasado, que nada semejante podrá suceder jamás.

Las ramas de los árboles sucumben ante la tormenta y se postran hasta casi rozar el suelo, hasta casi borrar las huellas de todas las penas acontecidas en ese lugar dejado de la mano generosa de Dios.

Su pelo rubio se intenta desprender de su cuerpo para perseguir a la borrasca, enredándose con las ramas vencidas, adornándose con las hojas caducas, doradas y secas.

Lo sujeta con ambas manos esculpiendo con pericia una coleta mientras ríe aún más al sentir que se rebela, que es indomable y salvaje.

El río que atraviesa el bosque no se altera por la tempestad y sigue su lento pero incesante caminar sin formar olas ni mareas, acariciando a su paso los cantos que se dejan querer por el agua dulce y fría, redondeándose suavemente por ese arrumaco constante.

Se agacha, atrapa un poco de agua con el cuenco que han formado sus manos y bebe con ansia, sacando y metiendo deprisa la lengua.

La noche se cierra en torno a ella, pero no se da cuenta, está hablando sola, contando en silencio un cuento de princesas con final feliz, saltando a la pata coja, imaginando que es niña de nuevo, esquivando los pequeños charcos olvidados por un despiste imperdonable de la tormenta a punto de pasar
pero que se va dejando un rastro imborrable de destrucción.

No se da cuenta por su habitual despiste, pero el diablo la persigue, como la ha perseguido siempre atraído por su luz, incólume ante el viento, ileso ante el tiempo, impasible ante sus lágrimas antes lloradas y las que posiblemente le quedan por llorar.

Culebras ponzoñosas rodean sus pies cubiertos por unas zapatillas deportivas gastadas por tanta huida y tanto regreso después.

No las nota, porque camina como si volara, como si fuese un ser etéreo que no necesita el suelo para pisar la tierra.

Espectros del infierno toman ventaja por la densidad de la oscuridad del invierno.

Ella no los ve, deslumbrada por su propia luz, cegada por su bondadosa inocencia.

Y porque no los ve no pueden hacerle daño.

Pero se esconden muy bien entre la noche y aprovechan su risa para recorrer su piel erizándola con un escalofrío que ella interpreta como un buen presagio.

Siente frío, se ajusta la capa y se cubre la cabeza con la caperuza carmesí. Su pelo sigue las directrices del viento y huye del encierro, liberándose, enloqueciendo.

Ya puede oler la leña que arde en el hogar y ve el humo que sale de la chimenea haciendo señales para indicarle el camino a seguir para llegar a casa.

Corre invadida por un hambre repentina, anticipando su boca la sopa humeante en el plato, el pan caliente en la mesa y el vino templado que llena la copa. Corre añorando sus brazos.

Cierra la puerta tras ella, con la cara enrojecida por el frío, con el corazón bombeando con demasiada fuerza por tanta premura.

Deja el libro sobre el brazo del sillón, olvidando señalar la página recién leída. La abraza.

Ella se recuesta sobre su pecho recio y masculino, mientras él acaricia su pelo que huele a bosque, a tormenta, a hojas secas, a noche.

Los mira a través del cristal, envidioso, babeando, gimiendo cual alimaña, incapaz de traspasar el umbral y alcanzar su cielo, porque un ángel caído tiene prohibida la entrada en el paraíso y se ha de conformar con su eterno e ínfimo infierno.

Se marcha con el rabo entre las piernas, dejando una estela de malos deseos, de peores blasfemias, perseguido por los seres de la noche, los únicos que aplauden y secundan sus maldades.

Ellos se quedan en su nido de amor y, ajenos a la oscuridad y a sus misterios, se cubren de besos, tumbados sobre la alfombra mullida que está a los pies de la hoguera, que calienta sin quemar, que ilumina sin deslumbrar, que se apaga solo para que puedan soñar.
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