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“Azañón es un pueblo generoso, humilde y trabajador”

“Azañón es un pueblo generoso, humilde y trabajador”

Nuevo capítulo de la serie "TAL COMO ERAMOS." dedicado a Demetrio Pérez Gil

Por REDACCION
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redaccionguadanewses/9/9/19
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:14h

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“Azañón es un pueblo generoso, humilde y trabajador”, dijo para empezar. Mejor titular, imposible. “Vivíamos de lo que daba la tierra”, dice Demetrio, que tuvo una infancia feliz en la que pudo estudiar, primero por la mañana en la escuela, entre los seis y los catorce años, y después en la de adultos por la tarde, hasta los dieciocho. “Tuve ese privilegio”, reconoce. Los únicos que no vivían de la labor eran el cura y el maestro. Don Prudencio Escribano, el sacerdote, murió un día del Pilar del año 1948. “Los mozos velamos su cadáver toda la noche”, recuerda. SIGUE
“Azañón es un pueblo generoso, humilde y trabajador”
Demetrio Pérez Gil nació en Azañón un día ocho de octubre de 1930. Tiene 82 años recién cumplidos. Fue el tercer hijo de los seis que tuvo el matrimonio entre Eugenio Pérez y Teodora Gil, los dos también naturales del pueblo. La pequeña Librada murió al poco de nacer. Como en el caso de un buen amigo suyo y paisano, Sebastián Castillo, nuestro protagonista de hoy es una ventana abierta al pasado. Se acuerda de todo y de todos. Es más, desde su móvil, poco tiempo después de nuestra conversación, llamó para aclarar el apellido de uno de los personajes que mencionó. “Creo que no te lo he dicho bien”, puntualizó.

Su primer profesor se llamaba Mariano Escudero. Y también era nacido en el pueblo. “Era un buen maestro, pero a veces nos daba con la vara”. Don Mariano no pasó hambre porque cultivaba sus tierras como los demás, pero su sustituto, un madrileño llamado Carlos Junco, “yo creo que sí”, opina Demetrio. “Era una eminencia. Estaba casado y tenía dos hijos. Se trajo a su familia a Azañón. Un día, en el año cuarenta, vino a casa a comprar una arroba de aceite, y le dijo a mi madre: Mire Teodora, no se la puedo pagar de golpe, así que, si le parece, le daré mes a mes lo que pueda. Si no está usted de acuerdo, pues a guisar con agua. Mi madre se la dio, y para pagarla estuvo cerca de un año. Menos mal que algunos vecinos le ayudamos a salir adelante”, dice.

El mismo año que Demetrio empezó la escuela, estalló la guerra. “Me acuerdo igual que si fuera hoy. Tres amigos, Policarpo, Antonio, Tinín y yo mismo, estábamos jugando en la calle de las cuevas. Vimos bajar por la carretera un coche negro, de estribos. En cada uno iban subidos dos soldados con fusiles al hombro. Salimos corriendo hacia la Plaza. Las mujeres cosían tranquilamente. Les dijimos gritando que habíamos visto a los militares armados”, recuerda. Azañón se defendió de los bombardeos “calando” unas cuevas en otras para comunicarlas y hacerlas más seguras e instalando una campanilla cuyo tintineo avisaba de la llegada de la aviación.

Igual de bien recuerda Demetrio dónde cayeron las bombas, “una en el Cerro de la Horca y otra en el paraje de Las Navajuelas”. Los combatientes cavaron trincheras que según nuestro protagonista aún se notan “en el cerro Cuminoso y en el Llano Perejil”. Solo dos hijos de Azañón murieron en el frente: Agapito García y Santiago Romero. “El pueblo fue una balsa de aceite. De mutuo acuerdo entre todos, no hubo represalias. Bien alto podemos decirlo”, asegura orgulloso.

El mejor amigo de Demetrio era Antonio Morales. “Quinto mío y una excelente persona. De solteros vivíamos a cuarenta metros. Cuando me casé, a quince”. En Azañón había cuarenta mozos. Mozas, alguna menos. Y una taberna. La primera que recuerda nuestro protagonista la regentaba Mariano Pérez, “primo carnal de mi madre”. Luego fue el cartero, Sebastián Castillo, el que la retomó.

En la barra se bebía vino casero, gaseosa y aguardiente, que también se destilaba en el pueblo. “Había viñas, mi familia llegó a coger hasta cuarenta cargas de uvas”, recuerda Demetrio. El mosto salía del cocedero. Había tinajas de barro que almacenaban su dulzor hasta la fermentación, y un jaraíz con piqueras. “Entonces no había fines de semana. La mayor parte de los vecinos trabajábamos desde el primer día del mes hasta el último”, dice.

La llegada del Sanatorio Leprológico benefició la economía local. Los Pérez se dedicaron un tiempo a aprovisionarlo. “A veces me iba con mi madre a comprar huevos a Carrascosa, Morillejo o La Puerta para luego venderlos en el Instituto. Les llevábamos patatas, fruta y uvas, hasta que la llegada de más enfermos les obligó a comprar en Guadalajara. En casa Sánchez”, recuerda.

Y hablando de comidas, surge la pregunta del pescado. “Hasta que salí de la escuela no recuerdo haberlo probado”. Después de la guerra empezó a venir un tendero de Cifuentes, un tal Mariano, al que apodaban “Gallinas”, con sardinas y pescadilla. Hasta entonces las únicas espinas conocidas eran las del congrio, que traían de Sigüenza como un auténtico manjar, y “lo poco que se pescaba en el Tajo”. Y así es como le viene a Demetrio el recuerdo de una aventura que le pasó después de hacer de pinche en la matanza de un gorrino en El Ventorro: “Cuando terminamos la faena, Vicente, el dueño del cerdo, me invitó a subir con él hasta el puntal de la Sala de los Moros, donde había visto unas carpas tremendas, para tirar un tiro”. Conviene aclarar que tirar un tiro era soltar un barreno de dinamita en el río. Así era como se pescaba. “Hay varios mancos, en Morillejo y en Trillo, por apurar demasiado la mecha”. Había que soltarlo justo en el momento culminante para que resultara efectivo. “Después de mucho andar, nos trajimos diez kilos de peces”, recuerda con una sonrisa.

Con quince años, y a la luz de su madurez, Demetrio asumió las labores del campo como un adulto. “Desde el primer día mi padre me dijo que ya era responsable para saber lo que tenía que hacer y lo que no”, dice. El ciclo era simple: labrar, segar, acarrear y trillar.

El día treinta de abril, los mozos echaban los mayos a la chica de sus sueños cantando bajo su balcón. “Alguno pagaba por hacerlo en la puerta de la que quería”, cuenta. En el mismo emplazamiento del Ayuntamiento, estaba el salón. No les hacía falta el famoso “pianillo”. Allí tocaba Antonio Ochaíta, a quien ya conocemos de otro número. “En Cuaresma bailábamos en el juego pelota. Estaba prohibido hacerlo en nuestro local. Uno quedaba al acecho para dejarlo en cuanto veíamos al cura. De aquellas piezas han salido muchos matrimonios”, afirma lacónico.

Demetrio cumplió su servicio militar en Zaragoza. Al año de volver, se casó con Josefa Argilés del Amo. “Mi mujer era de Arbeteta. Sus padres tenían más de quinientas cabezas de caprino. Vivían en Peralveche y en verano marchaban a Luzón a que pastara el ganado, porque había roble. Más tarde se afincaron en Azañón y empezamos a hablar. Le pedía bailar, me hacía el encontradizo…”. Y la cosa cuajó. La pareja se casó en el 21 de mayo de 1955 en la Iglesia de la torre cuadrada.

Los dos primeros años el matrimonio vivió en el pueblo que los enamoró. Demetrio combinó la labor del campo con cualquier otro trabajo que le salía. “Segué en Zaragoza y después estuve siete meses en la finca de un medico, Adolfo Serrada, en Brihuega. También trabajé en una cantera de Trillo que abastecía las obras de El Colvillo”, recuerda. El tres de enero del 58 se hizo guarda en la finca de La Solana. “Como había más servicios, nos mudamos a Trillo, a la Plazuela de la Vega”. Por fin, el 29 de enero del 66 se convirtió en el conserje del Instituto Leprológico, adonde se jubiló felizmente el día 7 de septiembre de 1994, después de trabajar en él durante 28 años. Demetrio y Josefa tuvieron cinco hijos, todos chicos, y uno más que “se nos murió uno al otro día de nacer”. Está muy orgulloso de que todos hayan estudiado.

Y pese a que el natural de Demetrio es jovial y optimista, se le tuerce la voz al recordar a su esposa. Dicen que quien acierta con su pareja, en nada hierra, y a juzgar por cómo le tembló el discurso a nuestro protagonista al recordarla, su matrimonio fue de estos. “Mi mujer murió el año pasado, cuando más falta nos hacíamos el uno al otro”. Amores sencillos y sinceros. Estrellas que brillan en la cotidianidad, tan radiantes como la más bella que hayan retratado alguna vez los poetas.

En su jubilación la pareja recorrió España por los cuatro costados. Incluso una vez, como directivo del equipo de fútbol y de la mano del recientemente desaparecido Pedro Henche, gran valedor de este deporte en Trillo, Demetrio estuvo en Alemania. Allí jugaron contra otro equipo de parecidas características, el KWU. “Les ganamos siete a cero en El Robledal”, recuerda pasando las hojas del álbum de fotos que recuerda la aventura y que conserva en el comedor de su casa.

Demetrio tiene dos nietas y dos nietos. De cada uno tiene una foto en el mismo salón. Pero su último comentario es para el benjamín, de tres años y medio, Diego Pérez Palma. “Tiene una memoria asombrosa”. En todos ellos ve el reflejo de su querida Josefa.

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