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Rebelión en Milagro, de John Nichols

Lord Charles | Sábado 04 de octubre de 2025

La coincidencia es poderosa: el recuerdo de Robert Redford que llevó al cine Rebelión en Milagro vuelve con fuerza tras su reciente fallecimiento, y con él reaparece la intuición que lo guió entonces: en el pueblo de Milagro había una historia pequeña en apariencia, pero enorme en sentido, una comunidad defendiendo el agua y la tierra frente a la codicia organizada.


La novela de John Nichols arranca con un gesto mínimo: Joe Mondragón abre una acequia y riega un pequeño campo de frijoles. Ese acto doméstico en un pueblito de Nuevo México desata una cadena de presiones (promotores, autoridades, abogados) empeñadas en secar el valle para levantar un gran negocio inmobiliario. Lo que comienza como una travesura, una ocurrencia, se vuelve emblema: el pueblo de Milagro decide plantarse. Ahí resuena el eco de Fuenteovejuna: todos a una, David contra Goliat, chicanos frente a gringos, y una corrupción que trepa...hasta el gobernador.


Como en Lope de Vega, aquí la fuerza moral no brota de un héroe aislado, sino del todos: una voz coral hecha de vecinos que, con gestos mínimos y decisiones compartidas, terminan inclinando la balanza. Joe Mondragón prende la mecha, sí, pero el verdadero sujeto de la novela es la comunidad, el pueblo. Su polifonía, asambleas, alianzas, rencillas y afectos sustituyen al “héroe de bronce” del relato clásico y convierte la resistencia en una obra colectiva.


Parte del hechizo de esta novela está en cómo lo cuenta Nichols: prosa limpia y rítmica, capítulos en mosaico y una constelación de microhistorias que se cruzan, cada vecino aporta su anécdota, su memoria, su ironía. Por momentos evoca a García Márquez no por el realismo mágico, sino por la mirada panorámica y el humor fino que airea la solemnidad: la novela funciona como un espejo sobre el pueblo, con asambleas, fiestas, rencillas, sermones y radio local, y en el centro el agua como destino común. Nichols sugiere que el saber comunitario y la tradición (el oficio del agua, la mayordomía de la acequia y el tejido vecinal) puede plantarle cara al capital cuando hay organización. La sátira es cálida (se ríe con su gente, no de ella), la ironía amable, nunca cruel, y la ternura vacuna contra el panfleto. Es, en suma, una novela política sin sermón: la idea nace de la acción, los personajes hacen la tesis, no al revés.


Y sí, son 623 páginas, pero vuelan: la estructura en escenas y el anzuelo al final de cada capítulo sostienen el ritmo sin pesadez. Al cerrar, queda un mensaje diáfano: a veces la sencillez y la tradición compartida de un pueblo pueden más que el vil metal, incluso cuando luce el verde del dólar.

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