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La relación del cerebro y el corazón

EN COLABORACIÓN CON LA UNIVERSIDAD DE ALCALÁ

Alberto García Lledó, Profesor del departamento de Medicina de la UAH y Jefe de Servicio de Cardiología del Hospital Universitario Príncipe de Asturias (HUPA) explica cómo interactúan ambos órganos

REDACCION | Domingo 24 de octubre de 2021

El control nervioso de la actividad cardiovascular lo hace el sistema nervioso autónomo (SNA) a través de los subsistemas simpático y parasimpático. Controla la frecuencia cardiaca, la tensión arterial, la capacidad de contracción del músculo cardiaco y el flujo de sangre que lo alimenta, todo ello de forma involuntaria y no consciente. Buena parte de este control se ejerce fuera de lo que entendemos propiamente como cerebro: en ganglios nerviosos, la médula y el tallo cerebral. Ya dentro del cerebro, la regulación inconsciente se realiza en los ganglios basales, el hipotálamo y el sistema límbico. Existe una zona de la corteza cerebral, la ínsula, que está estrechamente relacionada con las emociones, y está conectada con el sistema límbico. Recientemente, científicos del Hospital del Mar en Barcelona han demostrado experimentalmente que la estimulación o el daño de la ínsula produce cambios de la actividad cardiaca. Esto es muy interesante, porque revela el vínculo entre el control inconsciente del corazón (sistema autónomo) y la parte consciente ligada a las emociones (ínsula).

Para poder funcionar, el cerebro depende de forma completa del flujo de sangre que le envía el corazón. Necesita que la sangre llegue con una presión adecuada. Si la presión es muy baja, no llega sangre suficiente y nos marearemos o perderemos el conocimiento. Si es extremadamente alta, los vasos del cerebro pueden reventar y habrá una hemorragia cerebral. El SNA tiene sistemas de detección de la presión dentro del corazón y de las arterias, de forma que ajusta la presión de la sangre para que llegue de forma adecuada al cerebro. Esto lo hace dilatando o contrayendo las arterias, y modificando la potencia contráctil del corazón.

La actividad física y el estrés hacen que el organismo necesite una mayor cantidad de sangre. Para ello, el SNA estimula la actividad del corazón haciendo que bombee más y más deprisa, a la vez que regula el tono de las arterias para que la sangre vaya exactamente adonde se la necesita.

A veces el SNA se equivoca, e interpreta de forma inadecuada algunos estímulos. Por ejemplo, algunas personas pierden el conocimiento al toser, orinar o soplar fuerte. Eso es debido a que los detectores de presión del SNA confunden el aumento de la presión en el tórax o el abdomen debida a esas maniobras con un aumento de la tensión arterial. Responde (inadecuadamente) bajando de golpe la tensión, la sangre no llega al cerebro, y el paciente se desploma.

La evolución de los animales superiores ha condicionado que la percepción del riesgo y el miedo nos preparen para enfrentarnos a esa situación de estrés. Eso lo hace el sistema simpático, a través de la secreción de adrenalina y sustancias similares. El corazón va más deprisa y bombea más fuerte, de modo que hay más sangre a disposición de los músculos, que así pueden trabajar para luchar o huir del peligro. Las arteriolas de la piel se cierran, de modo que la sangre pasa desde la superficie del cuerpo a los músculos y las vísceras. Esto hace que sangremos menos si somos heridos, y se traduce en la piel fría y pálida que nos queda durante el miedo o el estrés. Por todo esto, la angustia es una causa muy frecuente de tener el pulso rápido (probablemente la más habitual), y también de hipertensión. Y por eso, el estrés aumenta el riesgo de enfermedad cardiovascular.

Efectos del coronavirus

En algunos casos, tras la infección por COVID-19 se han descrito casos de taquicardia ortostática, un cuadro clínico caracterizado por la aceleración excesiva de la frecuencia cardiaca después de ponerse en pie o elevar la cabeza, sin que baje la tensión arterial. Puede acompañarse de sensaciones como mareos, agotamiento, palpitaciones, temblores, debilidad generalizada, visión borrosa, intolerancia al ejercicio, fatiga, dolor muscular y torácico y dificultad para respirar. No se acompaña de lesiones apreciables en el corazón y parece depender de un mal funcionamiento del control del SNA sobre el ritmo cardiaco. Sabemos que se produce después de enfermedades virales y de la convalecencia de enfermedades graves. Aunque no tiene tratamiento específico, mejora con ejercicio físico y suele pasarse en unos meses.

Pero, como afirma el doctor, a excepción del cuadro anterior, que se demuestra pocas veces, no se han encontrado lesiones cardiacas en la mayor parte de los pacientes que reciben por falta de aire o por molestias en el pecho después de sufrir la COVID. Buena parte de los casos se explican por la convalecencia de una enfermedad grave y por la reducción de la actividad física.

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